La preocupación por los asuntos de ética pública en el desarrollo de proyectos bajo las estructuras de Asociaciones Público Privadas (APP) se encuentra más que justificada. Desde finales del siglo XX la comunidad internacional respondió a los problemas de la corrupción en las contrataciones con el Estado. Recordemos que el Artículo III de la Convención Interamericana contra la Corrupción, aprobada por nuestro país, exige a los Estados Parte crear, mantener y fortalecer sistemas para la adquisición de bienes y servicios “… que aseguren la publicidad, equidad y eficiencia de tales sistemas”. El artículo 9 de la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, también aprobada en Costa Rica, demanda que se lleven a cabo las medidas necesarias para establecer sistemas apropiados de contratación pública, basados en la transparencia, la competencia y criterios objetivos para la adopción de decisiones, que sean eficaces, entre otras cosas, para prevenir la corrupción.
Sin introducir exigencias desproporcionadas nuestro país respondió a estos compromisos. El buen gobierno impone tener a la mano prevenir conductas que favorezcan, indebidamente, el interés privado en demérito del público. Pero aseverar, general e indiscriminadamente, que el marco jurídico de la ética pública obstaculiza recurrir a las APP es incorrecto. De ese marco no puede pasarse de largo o pretender hacerlo más ligero, sin afectar la administración de los asuntos públicos y dando señales que distancian a empresas internacionales serias. Ciertamente, ni las mejores prácticas ni la normativa más depurada lograrán ahuyentar a los inescrupulosos.
Costa Rica cuenta con un soporte jurídico para el desarrollo de proyectos por parte de Asociaciones Público Privadas y existen algunas exigencias de la ley que, por aparente salvaguarda del interés público, sí las obstaculizan. Pero el punto no es si las regulaciones éticas paralizan al funcionario. El problema es otro. Cuando las autoridades gubernamentales acuden a una de la formas de APP, no deben asumir que es un contrato más, o que se descargan de responsabilidades. El riesgo que asume el contratista es, también, un riesgo del Estado que acentúa sus deberes sobre todas las etapas de una APP: estudios, estructuración, licitación, supervisión y capacidad para imponer sanciones y responsabilidades al contratista. Reconozcamos que hay problemas fuera del orden legal: la displicencia burocrática encuentra cobijo en cuanta norma ética pueda. Agreguemos una importante falta de solidez técnica, con una pizca de moralismo mal entendido, y la receta está lista.
En el fondo lo que está de por medio es algo fundamental para el funcionamiento de toda sociedad: la confianza. De las empresas, de los funcionarios en aquéllas, de los bancos en ellos y de los ciudadanos en todos. La contribución de las leyes para cimentar confianza es sustancial en todo Estado Democrático y Social de Derecho.